No soy un artista del Malba ni de alguna pequeña galería en los suburbios de París. Tampoco soy un artista del Pueblo, que realmente disfrute exponiendo (su mísera obra) en las descascaradas paredes de los centros políticos, culturales, barriales o sociales. No me interesa mostrar al niño que muere de hambre entre el barro y las plagas, ni dedicarle meses a una tonta imagen llena de bombillas de colores y galletitas sonrientes para ganar el primer premio de Arte BA y saciar los bolsillos, volviendo a casa con las manos llenas del vacío contemporáneo.
No me considero presa ni libre. No me siento agobiada por el acto de elegir lo que pocos pagan y tampoco siento necesario que mi trabajo (mi forma de vida) sea paga por completo. No poseo renombre y mucho menos un nombre característico, una firma, una punta de iceberg que grite quien soy.
Pero, y en esto soy segura e implacable, mis dos ojos observan (además de mirar) y deciden, entre tanta imagen colapsando estos tiempos, un punto fijo desde el cual tirar una cuerda y armar un tendal que sostenga mis días de fotógrafa; los cuales, y en esto también soy implacable, no siempre son mis días de artista.