Tengo un vestido con bolsillos del tamaño de mis manos cada uno de ellos. Adentro no hay nada, nada más que algunos hilos de tabaco rubio, una moneda, una pelusa de hace cinco meses y un pedacito de papel con la inicial de un nombre que no existe por faltarme el resto de las letras.
Tengo una grulla roja y otra blanca, ninguna está libre de polvo y mucho menos de sombra.
Tengo un libro de Bradbury, dos, tres, cuatro. Una caja con papeles que cuentan la historia de un futuro que ya no es y un sobre abierto y vacío en el piso del placard.
Pero tengo, sobretodo, un rostro amado debajo de la almohada. Cada vez que puedo, mientras duerme, cuando se baña, cuando escribe y cuando estudia, cuando tiene los dedos en cuerdas, cuando cierra los ojos y no me mira y cuando está lejos y yo asuatada, le beso las mejillas y le pido que me cante.
Este rostro mío, junto con el vestido y sus bolsillos con tesoros, junto con las grullas que nunca serán la cantidad necesaria y los papeles y el sobre relleno de ausencia, no son todo lo que tengo. Pero la importancia del resto es poca, siempre y cuando yo pueda sentarme a mirarme las manos y reconocerlas, en su absoluta y plena construcción, como un enjambre de futuros poderes en mi vida.