Lo importante es esto y no aquello

Estaba ella, y no toda sino parte de ella, sentada en un escalón de marmol, un escalón delante de una puerta que abre a un pasillo que conduce a una escalera que llega a una casa que tiene además de su respectivo baño y la cocina-comedor, un pequeño dormitorio. Y esto no es detalle menor, ya que allí, separados por ninguna pared, viven Oliverio y ella, que a pesar de estar sentada en el escalón de marmol, también podemos encontrarla recostada en su cama, en la puerta de la derecha viniendo desde el baño. Porque he dicho que estaba ella pero no toda ella sentada en el escalón y esto implica un desdoblamiento en parte fantástico y en mayor medida interno.

Lo que importa no es simplemente esta persona, este personaje, su accionar o su estado de quietud, su pensamiento, sino el escenario, el escalón de marmol, el pasillo, la escalera, la puerta de la casa y la casa misma, con su baño, su cocina-comedor, su única habitación y Oliverio. Eso es lo importante: Oliverio. Él y todo él, porque Oliverio no posee desdoblamientos fantásticos (y mucho menos internos).

Oliverio es un chico pálido, de ojos saltones, alto, pelo corto, semi enrulado, flaco, flaquísimo, realmente flaco. Tiene por costumbre el café, en una taza mediana de color azul francia que guarda en el estante justo al lado del frasco de café y las demás infusiones y no en el cajón de las tazas y los platos de las tazas, diría ella, que se llama Juana y también tiene el pelo corto y semi enrulado y es alta aunque su contextura física está dentro de lo normal. Pero eso no importa. Lo realmente importante acá es Oliverio. Oliverio y su cara dormida todo el tiempo, su manía de acurrucarse en el sofá y escuchar el mismo disco nuevo durante dos semanas para luego abandonarlo en el rincón rebalsado de músicos que ahora aburren. Oliverio y su triste forma de llamar a Gala, la gata que vive en el balcón de al lado. Oliverio y sus acordes.

Juana además usa anteojos y antes de dormirse revisa la cerradura de la puerta de calle unas tres veces, como cualquier depresivo-compulsivo, dirían sus amigos. Pero qué importa esto cuando lo interesante son las cuerdas de un instrumento que no cesa nunca antes de las tres de la mañana. Qué importa Juana si lo que llama la atención a todos los visitantes de la casa es la forma en que Oliverio se para frente al instrumento y se queja, en quejidos suaves, de su inarmónica manera de tocar ante estos visitantes. Qué importan los papeles que Juana acomoda inutilmente sobre el escritorio con el velador de luz tenue que está a la izquierda del ventanal que da al balcón. Qué importa la literatura, la poesía, las oraciones bilingües, las costosas traducciones, las citas a músicos implacables si los visitantes, los nuevos conocidos, quedan mudos e hipnóticos antes la crueldad de Oliverio consigo mismo cuando su instrumento llora los acordes previos al quejido de su boca, al suave quejido que su boca pronuncia diciendo que no hay tregua, que hoy no se puede tocar, que los ojos ajenos intimidan a las cuerdas que amablemente gritan por la noche. Nada importa de ella, cuando es él el observado y adorado por estos visitantes que realmente poca importancia tienen para ambos. Y ahí está la clave: esa poca importancia que ambos comparten cuando Juana se levanta del escalón de marmol, entra al pasillo, sube la escalera, abre la puerta y al mismo tiempo se levanta de la cama y sale de la habitación para acurrucarse junto a Oliverio que acaba de terminar de ponerle música a una nueva letra que ella, como de costumbre, escribió para él.